Una vez más se abría la puerta de su casa, esa puerta de madera antigua recién barnizada, esta vez se abría sola, la visitante entró y se sentó sin invitación en los sillones de terciopelo rojo que descansaban sobre una alfombra que alguna vez fue blanca. Él, que descansaba arriba, se levantó de su cama y bajó sabiendo quien lo esperaba, caminó sin prisa pero sin pausa, el momento que tanto había esperado al fin había llegado y el traje negro nuevo y la corbata de seda recién anudada lo delataban. Ella abrió los brazos de piel blanca y le llamó con la mirada, el apresuro casi imperceptiblemente el paso con un atisbo de ganas y en un efímero beso pactaron el encuentro. La casa empezó a caer a pedazos al igual que el mundo y en menos de 5 días en los que ellos permanecieron así, frente a frente, el mundo se destrozó, así como toda la vida que en ella había existido. El “bueno” y la “mala” habían hecho las paces, ahora el mundo les pertenecía.
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